“Para mantener vivo en un niño su innato sentido del asombro, se necesita la compañía de al menos un adulto con quien poder compartirlo, redescubriendo con él la alegría, la expectación y el misterio del mundo en que vivimos “.
Rachel Carson
A veces las historias vienen a tú encuentro en el momento más inesperado. Ésta me encontró un domingo de un mes que no recuerdo del año dos mil doce. Mientras estaba en mi cocina montando guardia con una taza de leche en la mano, la radio sonaba de fondo. Como nada raro en mí, yo andaba por los cerros de Úbeda cuando algo llamó mi atención. En aquellos momentos la locutora hablaba sobre un libro de naturaleza con una tal Mª Ángeles Martín R-Ovelleiro.
A esta última yo no la conocía de nada ni me sonaba su nombre, pero no tardó mucho en encandilarme con su pasión y modo de expresarse. Tan cautivadora fue aquella entrevista, que a los pocos días me hice con un ejemplar de aquel librillo al cual halagaba. Mª Ángeles había traducido al castellano una obra que para mí, a no mucho tardar, se convertiría en una referencia ambientalista personal: El sentido del asombro, escrito por la también admirable Rachel Carson.
Este libro en realidad es un artículo que nació por un encargo de la revista Woman´s Home Companion a Carson con el título: “Ayuda a tu hijo a sorprenderse”. En el mismo, la autora reflexiona, de modo magistral, sobre su experiencia durante el tiempo que estuvo al cuidado de su sobrino Roger. La forma en la que aquel niño acogió los estímulos de la naturaleza cautivó a su tía de tal modo que al final nació de su pluma el libro en cuestión. Para mí algo lógico, ya que quienes hemos tenido contacto con la naturaleza desde nuestra más tierna infancia, tenemos un concepto nítido sobre las improntas que quedan ancladas en nuestra psique, hasta llegar a un punto de no retorno en el cual nuestra personalidad queda definitivamente marcada.
Durante la lectura del libro, tal como indica la traductora en el prólogo, no dejé de asentir y sonreír con lo que leía, ¿magia? Más bien, me sentí identificado con unos sentimientos a los cuales, a pesar de haberlos experimentado miles de veces, nunca había puesto nombre. Hoy, gracias a todo ello, cuando salgo a la sierra, a la campiña, a la montaña… tengo claro que no hago más que practicar el sentido del asombro en su estado más puro. Y esto lo afirmo en el aspecto más amplio de la expresión, tal como lo quiso transmitir la autora.
A pesar de lo breve de esta obra, Carson consiguió lanzar una serie de mensajes bastante útiles. El asombro nos empuja para sentir o vivir un mundo maravilloso, extraordinario y singular de un modo instintivo. Esta manera de enfocar la naturaleza se convierte en una adicción y nos ayuda a dar un sentido a nuestra vida; Viktor E. Frankl no creo que estuviese en desacuerdo con esta sentencia. El quedarse con la boca abierta ante un paisaje rocoso, una tormenta, el vuelo infinito de los milanos, atardeceres cinematográficos o las aventuras de unas hojas lanzadas por un árbol sobre un arroyo; no importa el qué, siempre hay algo ahí fuera con la capacidad de maravillarnos y, lógicamente, en nuestra infancia, son motivo para acribillar a nuestros mayores con preguntas para obtener respuestas: ¿sueñan los pájaros?, ¿qué hay debajo de esa montaña?, ¿por qué tiene tantas arrugas ese tronco?…
Carson sabía que esa inclinación natural quedaría atrofiada por el avance de la tecnología. Hoy vivimos en megaciudades, dentro de cárceles de hormigón, con los sentidos sumergidos en las redes sociales, viviendo deprisa con nuestro foco de atención en el todo y no en las partes. Estas realidades nos separan del contacto con la naturaleza y nos imposibilitan para desarrollar un sentimiento de identidad con nuestras verdaderas raíces. Hay personas en el mundo que nacen y mueren sin salir de una ciudad y, si lo hacen, no lo suficiente como para desarrollar ciertas sinergias con el medio natural. Con respecto a esto, yo me hago la siguiente pregunta: ¿Cómo se puede defender o respetar algo si no lo conoces?
El libro de Carson nos prescribe salir a la naturaleza, conocer la belleza innata del mundo, ya que la mejor forma de preservarla es experimentar su grandeza. Ello debe realizarse de un modo humilde y sin miedo; no hay un porqué para saberse el nombre de todas las plantas o todas las aves, ni sentirse inseguro por no saber explicar tal o cual fenómeno. Da igual, un mismo lugar cambia cada día, siempre es diferente porque los cielos se visten de diferentes formas; unos pájaros vienen y otros se van; las hojas de las plantas cambian de coloración… Y sobre todo, porque los momentos ahí fuera son unos de los mayores tesoros a compartir entre dos personas, tanto bajo la lluvia como del sol, de noche o de día, en otoño y primavera; no importa el cómo, el cuándo y el dónde puesto que lo fundamental es pasarlo bien y, si después tenemos curiosidad para investigar sobre algo en concreto, pues mejor. Si algo he aprendido ahí fuera durante todos estos años es que las sutilezas de un ecosistema siempre serán infinitamente superiores a los conocimientos de una persona, por muy docta que ésta sea. Para rematar este asunto, bien lo apunta Carson:
“si los hechos son la semilla que más tarde producen el conocimiento y la sabiduría, entonces las emociones y las impresiones de los sentidos son la tierra fértil en la cual la semilla debe crecer”.
El sentido del asombro es un modo de fabricar magia, sobre todo para los niños, e incluso se puede experimentar en la ciudad. Todos los años aparecen, sin avisar, golondrinas, aviones y vencejos para conquistar los cielos de nuestros pueblos y ciudades en primavera, sus vuelos son hipnóticos y sus sonidos indescifrables; observarlos es sentido del asombro. O se pueden sembrar unas semillas en un tiesto y ver en directo ese milagro incomprensible en el cual, no se sabe cómo, germinan las semillas y luego se convierten en plantas; esto también es sentido del asombro. Mi sobrino aún no ha cumplido los dos añitos, pero desde hace tiempo le encanta ver si hay fresas en las macetas del huerto casero de su abuelo para comérselas; eso también es sentido del asombro.
La naturaleza está llena de maravillas, pero a veces el saber que algo en concreto puede ser observado en cualquier momento, nos hace olvidarnos de ello hasta quizá no prestarle atención nunca. Esto suele suceder por ejemplo con las lluvias de estrellas o con los amaneceres. Si diéramos más importancia a fenómenos tan sencillos viviríamos en una sociedad con una mejor calidad de vida. Y los niños, a pesar de no conocer el nombre de ninguna estrella, seguramente aprenderían el significado de la belleza o de lo sublime, forjando así desde el inicio de sus vidas un vínculo identitario entre el ser humano y su entorno.
El último punto a tratar en este artículo sería el saber sobre la utilidad del sentido del asombro. Carson pisa terreno filosófico en esta cuestión y yo no he sabido expresarlo mejor que ella, por eso a continuación reproduzco sus palabras:
“Yo estoy segura de que hay algo más profundo, algo que perdura y tiene significado. Aquellos que moran, tanto científicos como profanos, entre las bellezas y misterios de la tierra nunca están solos o hastiados de la vida. Cualquiera que sean las contrariedades o preocupaciones de sus vidas, sus pensamientos pueden encontrar el camino que lleve a la alegría interior y a un renovado entusiasmo por vivir. Aquellos que contemplan la belleza de la tierra encuentran reservas de fuerza que durarán hasta que la vida termine”. ¡Amén! (el amén es mío).
En conclusión, los placeres que nos brinda el contacto con la naturaleza están al alcance de todos los que quieran sentir la tierra, el mar, el cielo y su asombrosa vida. Construir un mundo mejor depende de ello; ¡practica el sentido del asombro!
José Luis Boza Bonilla