Nunca había reparado en la presencia de aquel ejemplar tan diferente, estaba estupefacta por lo extraño de aquel hallazgo. Es por eso que con él entre las manos, bajó de la escalera con sumo cuidado y se sentó en el sofá depositando en su regazo aquella maravilla. El brillo de la tapa bajó poco a poco de intensidad hasta que dejó de titilar por completo. Tenía la certeza de que aquella luz había actuado como el foco de un faro, hasta conseguir guiarla a su contenido. Ahora, solamente quedaba descubrir qué contaban aquellas páginas. La experiencia le susurraba el hacerlo con cuidado, pues en alguna ocasión, al abrir otros documentos, las páginas automáticamente se marchitaron convirtiéndose en un polvo ilegible. No podía permitirse el lujo de sufrir una pérdida como esa, al menos, con este libro. De manera que, cogió la tapa y empezó a abrirlo muy, muy despacio. Una vez abierto, descubrió lo que sigue:
“Hace centenares de lunas, existió una tribu conocida por el nombre de Indios Arapajoe.. Habitaban una gran llanura, atravesada por un río caudaloso, flanqueada por extensos bosques de coníferas. En aquel lugar, no era muy complicado encontrar sustento, abundaba la caza y los frutos silvestres, entre otros motivos, porque los Arapajoe eran gente sabia y conocían de sobras que debían vivir en armonía con la naturaleza, no extraer de ella más de aquello que necesitaban, para no agotar sus recursos, para no pasar apuros durante las distintas estaciones del año. Además, desde niños, los integrantes de la tribu no sólo aprendían a leer huellas de animales, montar a caballo o ser expertos en el uso del arco y las flechas; también estudiaban cómo leer en los cielos, ya fuesen nubes o estrellas, para prepararse ante la llega de olas de frío, tiempos de sequía o cualquier otra inclemencia meteorológica. Pero lo más importante de todo es que eran instruidos para ser respetuosos entre ellos, con los lagos, con la fauna, la flora y todo aquello que hacía bello el mundo.
De ese modo transcurría la vida en la tribu. Pero, de lo que no se habían percatado sus habitantes es de que estaban siendo observados atentamente. Desde hacía mucho tiempo, unos espíritus, más conocidos por el nombre de espíritus Machina, quedaron admirados por la filosofía que habían desarrollado aquellas personas. Por este motivo, un buen día, la tribu fue visitada por ellos. Los espíritus Machina, después de ser recibidos amistosamente, decidieron llevar a los Arapajoe hasta su ciudad, la Ciudad Roja, para convivir con ellos y transmitirles una serie de enseñanzas a cambio de que cumplieran una sola condición: éstas, debían ser transmitidas de padres a hijos, de abuelos a nietos hasta el final de los tiempos. Los indios sin dudarlo, como era de esperar, aceptaron agradecidos.
En la Ciudad Roja, los graneros siempre estaban llenos, no faltaba agua potable; los campos eran cultivados con métodos que hacían engordar las frutas, legumbres y hortalizas con sabor y tamaños inusuales. Se criaba ganado para poder comer su carne, beber su leche y fabricar productos como el queso, desconocido hasta ese momento para los indios. La mejora que sufrió su alimentación junto con el profundo conocimiento que adquirieron sobre los principios activos orgánicos contenidos en las plantas, les permitió fabricar medicamentos que permitieron a los niños crecer sanos, fuertes, sin sufrir enfermedades; a los ancianos tener una vejez plena, disfrutando de los placeres de la vida hasta que el tiempo invitaba a sus longevos cuerpos abandonar este mundo. La felicidad, los buenos sentimientos y la armonía eran algo palpable entre los habitantes de aquel lugar; todos eran felices, nadie superior al resto. Sin duda, los Machina no habían errado al elegir a los Arapajoe para la misión que en un futuro, cuando estuviesen preparados, les encomendarían: salvar al cuarto mundo de la suerte que corrieron los otras tres, para no permitir volver a ser víctimas de la destrucción y la autoaniquilación.
A pesar de todo, la prosperidad de aquellas gentes no pasó desapercibida para las tribus vecinas. Éstas, víctimas de la envidia engendrada por la abundancia que no tenían, propiciaron una alianza entre ellas, cuyo estandarte era el fuego de su avaricia, una avaricia desbocada, demencial, que lo fulminaría todo sin dejar nada ni nadie en pie. Por ello, un mal día, sus vecinos decidieron unirse para robarles sus riquezas y, tras varios días de camino, el ejército enemigo se plantó ante las puertas de la Ciudad Roja decidido a atacarla. En aquel instante, los espíritus Machina abandonaron a los Arapajoe porque no podían intervenir en asuntos terrenales; pensaban que los hombres solamente serían felices cuando aprendieran a eliminar sus diferencias por sí solos.
Los Arapajoe intentaron negociar con los agresores, no querían ir a una guerra absurda sin sentido. Pero todo esfuerzo cayó en pozo ciego, ya que el enemigo lanzó su ataque de todas formas; en ningún momento tuvo la intención de llegar a ningún acuerdo.
Llovieron las primeras flechas. El enemigo lanzó un terrible ataque y la valiente tribu, en respuesta, se defendió durante agónicos días e interminables noches. Al final, ocurrió lo inevitable: la ciudad sucumbió a los envites de la barbarie y la
irracionalidad. No obstante, en el último instante, unos pocos consiguieron escapar. Gracias a ellos, a esos pocos que consiguieron huir, ahora conocemos el mensaje de los espíritus Machina:
“El hombre no debe esclavizar a la naturaleza, sino entenderla, comprenderla, para convivir con ella; de ello depende la salud de su cuerpo y alma. Tampoco olvidar leer en las estrellas, ni perder de vista al futuro, pues la gente que deja de “escuchar”, su espíritu, vuelve amargo”. “
Durante unos minutos quedó la jardinera sin reaccionar con la mirada fijada en la última página de aquel libro. Ahora lo entendía todo. Antes de conocer la historia de aquellos indios nunca habría imaginado cuál era la verdadera enfermedad que afectaba a la flora de los parques. Por desgracia, la historia se volvía a repetir, la avaricia de unos, aquellos que pretendían enriquecerse a costa de otros, había provocado un consumismo desmedido en todo el planeta para saciar unas necesidades artificiales, y reportar un beneficio a éstos que no importaba nada de lo referente a la madre naturaleza. Por eso, desde la revolución industrial se producían productos sin control, utilizando combustibles que envenenaban el medio ambiente. Por otro lado, la tala de bosques, la proliferación de vertederos por todas partes, la generación de residuos radiactivos, las guerras para la apropiación de lo ajeno, la extracción insaciable de minerales en las entrañas de la tierra y un consumo irracional por parte de todos, había provocado no solo un cambio climático, también un envenenamiento de cualquier rincón imaginable, dejando en jaque otra vez al globo entero. De ahí vienen todos los males que aquejan a todos los seres del planeta, la humanidad ha olvidado de nuevo cuál es su verdadero papel en este mundo.
Triste, apesadumbrada e impotente, Nínive cerró sus ojos, posó los codos sobre sus rodillas colocando su cabeza entre sus manos. Una lágrima rodó por su mejilla hasta descolgarse para estrellarse contra el suelo. Desconsolada era consciente, por primera vez en su vida, de que no podría hacer nada por solucionar un problema. En ese instante el libro, que ahora reposaba sobre una mesilla, empezó a brillar de nuevo. Ella era ajena a lo que estaba aconteciendo en esos momentos, porque seguía aturdida por aquella sensación tan hiriente. La biblioteca se tiñó de una luz rojiza. Misteriosamente, la mujer fue difuminándose poco a poco, célula a célula. En breves instantes se podía ver a través de ella y, unos segundos después, ya no quedó nada, ni tan siquiera sus ropas habían quedado en el lugar que ocupaba; la jardinera se había vuelto invisible.
Pasaron los días, pasaron también las semanas y los meses. Nadie había vuelto a saber más de Nínive. Los niños que jugaban en el parque infantil ya no volvieron a ver aquel rostro de ojos verdes con mejillas de coloretes térreos; tampoco ninguno de los que solían pasear para regular su colesterol volvió a saludarla. Había dejado un vacío que jamás se podría llenar. Definitivamente, ¿la jardinera dejó de existir?.
Noche de plenilunio, una brisa soplaba con suavidad acariciando pétalos, troncos, frutos, hojas, tallos…… Las plantas al cuidado de la jardinera radiaban llenas de vida, a pesar de que ella, en apariencia, ya no las mimaba. Sin aviso previo, la raíz de uno de los cedros emergió de la tierra, empezando a crecer de un
modo exponencialmente rápido. De modo decidido e intencionado, recorrió uno de los caminos que conducían a la salida del parque hasta llegar a la verja que separaba el verde del cemento; la sorteó y, una vez atravesado el acerado, se introdujo en el corazón del asfaltado. Pronto, otros árboles unieron sus raíces a esa evasión. En un abrir y cerrar de ojos, el suelo se inundó de una marea de fibras que serpenteaban sobre el suelo como si fuesen serpientes. Las verjas del recinto no aguantaron la presión ejercida por la fuerza de los vegetales, cediendo ante tan poderosa manifestación. Ahora no sólo atravesaban el alquitrán. Además, se enredaron en las farolas, retorciéndolas como si fuesen horquillas para el pelo; también atravesaron ventanales, aplastaron varios coches aparcados e hicieron saltar por los aires tuberías del agua y gas durante toda la noche.
Al salir el sol la urbe era irreconociblemente mejor. Colores vegetales lo inundaban todo, ya no existía el hormigón, tampoco vehículos que inyectaran veneno al ambiente. Secuoyas del tamaño de tres rascacielos surgieron del suelo desafiando la fuerza de la gravedad. Ardillas saltaban de árbol en árbol, recorriendo la población de punta a punta sin necesidad de bajar al suelo. El lugar lucía con un resplandor único para todos familiar que les llevó a una conclusión: sin duda, aquello era obra de la jardinera.
Pero la cosa no quedó ahí ya que, como una mancha de aceite, la invasión verde prosiguió su camino conquistando todo aquello que encontraba a su paso. Ahora los árboles de ser talados pasaron a ser taladores y derrumbaron edificios, fábricas, puentes…, para plantar en sustitución una nueva alfombra de bosques que ocupase los lugares que nunca debieron abandonar. Ni tan siquiera los ejércitos repartidos por el mundo pudieron hacer nada contra ello y, en muchos casos, tampoco hubo interés por parte de los generales en mover ficha; lo hermoso de cuanto estaba aconteciendo alcanzaba tales dimensiones que no merecía la pena hacer nada en contra. Todo sin piedad ni remedio se metamorfoseaba en lo cual, a partir de ahora, sería el nuevo orden que todos tendríamos que acatar.
Al finalizar su obra, la jardinera invisible, trepó hasta lo alto de una montaña, se sentó en una roca y respiró profundamente. Comprobó que el nuevo aire que recorría la atmósfera no tenía parangón con el antiguo. Y además, había conseguido cambiar, con las enseñanzas de los Machina, la mentalidad de esta nueva huma-
nidad, o al menos, eso es lo que esperaba. La sin razón humana debía haber terminado para siempre. Ya no había ricos ni pobres, ni empresas, ni intereses que hiciesen sucumbir a países enteros. La humanidad volvía a ser de hombres y mujeres en su estado primigenio, viviendo otra vez en un mundo limpio, en el que la fama, el poder o las riquezas carecían de valor alguno. Ahora, el quinto mundo era la posesión de cada individuo y éstos deberían poner de su parte para no revivir la suerte de tiempos pasados y dejar para las generaciones venideras este nuevo hogar como herencia hasta el fin de los días.
Autor: José Luis Boza Bonilla