El antiguo reloj con carcasa de cobre empezó a repicar saltando, como si una rana fuese, sobre el cristal de la mesita de noche. Impaciente por empezar los trabajos de esta nueva jornada, Nínive se desperezó enérgicamente y, lejos de sentirse como cualquier otro trabajador, apesadumbrada y desmotivada por tener que cumplir unas obligaciones que limitaban su libertad, se dirigió feliz hacia la cocina para preparar una taza de café. Mientras tanto, al mirar por la ventana hacia las casas vecinas, contempló lo que para ella era un espectáculo: luces que se encendían y apagaban, puertas que se abrían y cerraban, persianas que subían y bajaban. Todo de forma casual pero orquestada, como si un concierto silencioso se interpretase todas las mañanas en el vecindario.
La cafetera sonó, el vapor de ésta rasgó de aromas el ambiente anunciando que pronto las ansias por empezar a trabajar serían saciadas. Inquieta por seguir con sus tareas, bebió velozmente su taza de café para dirigirse inmediatamente hacia el baño, quitándose por el camino, de un tirón, su pijama de flores para poder asearse. Tras una ducha rápida, con agua tibia, se perfumó y, acto seguido, se vistió con las prendas que cuidadosamente había planchado en la noche anterior: su camisa de cuadros favorita, su peto de color marrón, sus calcetines a rayas y la chaqueta de forro impermeable. Luego, calzó sus pies con sus botas de campo cubriendo, con sumo cuidado, su cabello con un pañuelo de color violeta. Ya preparada, cerró la casa, y dando un brinco subió en su bici para ir hacia su puesto de trabajo: el parque central de la ciudad.
Nínive era la responsable de parques y jardines del ayuntamiento. Pero no era una jefa corriente, ya que llevaba a la práctica con maestría sus tres grandes pasiones: la jardinería, la agricultura y su interés por cualquier vegetal, ya fuese árbol, arbusto o jaramago. Además, poseía un don especial para el diseño, por eso combinaba sus conocimientos con su gusto, dando como resultado composiciones de lo más original. De este modo, podía crear un pequeño bosque de árboles, en apariencia silvestre y, justo al lado, sin desentonar en lo más mínimo, sembrar un huerto con frutas y hortalizas de lo más apetitosas. O, por nombrar otro ejemplo, en una ocasión consiguió cultivar unas flores que al depositarlas en un frasco de cristal podías verlas a una distancia de varios metros y confundirlas con canicas multicolores, de esas con las que todos, alguna vez, jugábamos cuando éramos niños. Era todo un talento en su terreno, causa esta por la cual sus creaciones, trabajos, o como queráis llamarlos, eran el foco de atención de personas de lo más variopinto: biólogos, agricultores, fotógrafos, jardineros, turistas y, en general, todo aquel curioso que quisiera admirar su arte.
Sin embargo, el éxito y fama de la jardinera no la convirtieron en una persona engreída o vanidosa. No, más bien todo lo contrario; era una mujer humilde de costumbres sencillas que no alardeaba de ninguna de sus suertes. Siempre enfrascada en su mundo meditaba y recordaba constantemente sobre aquellos asuntos que le intrigaban. Éste era el motivo esencial por el que no solía hablar mucho con sus vecinos. Si alguien le daba los buenos días, ella sin abrir la boca correspondía con una sonrisa o asintiendo con la cabeza. O por el contrario, guiñaba un ojo, levantaba una mano o con el rastrillo u cualquier otro utillaje hacia una leve reverencia. El poco hablar, el ser tan discreta la convirtió en una de esas personas enigmáticas con un atractivo peculiar. Y no sólo eso, su saber era de aquellos que sin duda no ocupaba lugar, porque muchos, muchísimos se habían acercado sin fortuna a ella y a sus trabajos para poder desvelar los enigmas de esa sapiencia tan especial. De hecho, la jardinera tenía un secreto, una fuente de conocimiento fruto de la cual ella cada día podía superarse no solamente como persona, sino también, como creadora.
El subsuelo de la casa de Nínive albergaba un sótano depositario de una gran biblioteca con libros, manuscritos, apuntes y pergaminos antiquísimos. Algunos de aquellos ejemplares únicos, dignos de ser depositados en la biblioteca nacional, databan de fechas considerablemente pretéritas, habiendo ejemplares del siglo XVI en adelante. Muchos narraban hechos sorprendentes, tales como los procedimientos que siguieron los primeros colonos españoles que regresaron de las Américas para sembrar cacao y patatas. La mayoría de estas obras eran la herencia que los tataraparientes de la jardinera habían traspasado de unos a otros, de generación en generación, durante centurias, dando como resultado a una curtida estirpe de eruditos dedicados al cuidado y comprensión de la naturaleza. De esta forma, un bisabuelo de Nínive llegó a ser jardinero del rey; otro pariente lejano, catedrático de biología en la universidad de Sevilla; había también un farmacéutico famoso por la elaboración de fármacos elaborados a partir de sustancias extraídas de plantas silvestres; y así, la lista seguía hasta engrosarse con una ingente cantidad de nombres relevantes, entre los cuales, estaba también el de la jardinera.
Siendo consciente del privilegio del cual gozaba, Nínive no dudaba en aprovechar cada segundo del que disponía para exprimir toda aquella información que atesoraba en sus estanterías. Por eso, todos los días, después del trabajo y tras haber hecho sus tareas domésticas, paseaba dubitativa por la biblioteca para elegir aquel documento que la ilustrara, resolviera sus dudas o diera ideas para hacer realidad alguna nueva creación.
No obstante, últimamente había algo que le alejaba de sus menesteres habituales y le preocupaba: había visto como un gran porcentaje de plantas y árboles había enfermado gravemente, bastantes hasta la muerte, sin encontrar el motivo. Por eso, su objetivo hoy era recabar toda la información posible a pie de campo, para poder encontrar más tarde en su casa algún remedio a aquel mal tan extraño. De no ser así, pronto irremediablemente morirían más especies y con ello posteriormente, los distintos ecosistemas que en los parques se habían formado desaparecerían por siempre.
Al llegar al parque central soltó la bici junto al taller de herramientas y corrió a por sus enseres. Con su bolsa de trabajo en el hombro, lupa en mano empezó, como si fuese un detective, a diseccionar, escarbar, cortar y recoger todo aquello sospechoso o que podría servirle más tarde de ayuda. Pasó de este modo la mañana, enlazó con la tarde y cayó la noche sobre la ciudad sin que hubiese parado ni un solo instante. Ese día, como en tantos otros, se le volvió a olvidar tomar el almuerzo, la comida, la merienda y, si no llega a ser porque el planeta rota y el sol se oculta, la cena también habría caído en el olvido.
Poco después, la dinamo de la bicicleta ayudaba a la jardinera a orientarse por las oscuras calles. Hoy, a pesar de todo el esfuerzo realizado, no tenía la sensación de haber encontrado nada que le sirviera para obtener respuestas a las interrogantes. Así pues, al llegar a su domicilio, repuso fuerzas comiendo un bocadillo de tortilla con patatas y extra de mayonesa; al mismo tiempo, no dejaba de cavilar en los problemas que una y otra vez navegaban por sus pensamientos. De esta manera, sin percatarse, anduvo hasta las escaleras que bajaban al sótano y, cuando quiso darse cuenta, ya estaba rodeada de baldas. Tenía la sensación de haber estado sedada desde que abandonó el parque hasta que puso sus pies sobre el parquet de la biblioteca, ya que por mucho que lo intentó ni tan siquiera recordaba si había cenado. Dejando atrás esos pensamientos vanos, empezó a caminar despacio, con mirada atenta, por si encontraba o recordaba algún documento, libro o cualquier otro escrito que le sirviese en sus cavilaciones. Así estuvo durante largos minutos, hasta que una extraña luz rojiza llamó su atención. Sorprendida caminó hacia ella porque sabía que, en ese punto, no había ningún foco ni bombilla que pudiera emitir aquel haz de luz rojizo. Se acercó, cogió una pequeña escalera y subió tres peldaños hasta tener a la altura de sus ojos el estante que había llamado su atención. Allí, desordenados, había apilados varios manuscritos. Los retiró cuidadosamente con un empujoncito, apareciendo detrás, pegado a la pared, un pequeño librito que brillaba como el ascua de una hoguera. En su lomo, portaba en letras doradas una palabra inscrita: ARAPAJOE.
Continuará….